ELOGIO DEL DIBUJANTE
“Desde los seis años sentí el impulso de
dibujar las formas de las cosas. Hacia los cincuenta, expuse una colección de dibujos, pero nada de lo ejecutado antes de los
setenta me satisface. Sólo a los setenta y tres años pude intuir, siquiera aproximadamente, la verdadera
forma y naturaleza de las aves, peces y plantas. Por consiguiente, a los
ochenta habré hecho grandes progresos; a los noventa habré penetrado en
la esencia de todas las cosas; a los cien habré seguramente ascendido a un estado más alto, indescriptible, y si llego a los ciento diez años, todo, cada punto y cada línea vivirá. Invito a
quienes vivirán como yo a verificar si cumplo estas
promesas. Escrito a la edad de setenta y cinco años, por mí, antes
Hokusai, ahora llamado Huakiyo-Royi, el viejo enloquecido por el dibujo“.
Este texto,
atribuido al célebre pintor y grabador japonés
Hokusai (s. XVIII-XIX), autor de La gran ola de Kanagawa, uno de los
dibujos más reproducidos en la historia del arte, trasluce una
actitud y una manera de entender el arte y la vida prácticamente
desaparecidas, o extremadamente minoritaria en nuestros días.
Hoy, la búsqueda
de resultados a toda costa es una máxima inapelable, por encima de actitudes
y comportamientos, de procesos y de aprendizajes;
se ningunea
al maestro como nunca antes se había hecho, y se devalúa
a conciencia cualquier atisbo de excelencia, intentando así igualarnos todos por abajo, en ese mar de
conformismo y mediocridad que todo lo impregna.
Hemos
conseguido lo que algún avezado ilustrado pretendió hace unos siglos, y es que por fin todos
seamos artistas. Son artistas los inumerables intérpretes de música
ligera y hasta los monologuistas, y construimos onerosos auditorios
donde puedan mostrar su “arte; son artistas los cocineros con sus “deconstrucciones“ y hasta los cortadores de jamón;
son artistas los diseñadores de moda –antes modistos–,
los masajistas tántricos, los artesanos ocurrentes… y, por supuesto, la inmensa marea de fotógrafos
con sus dispositivos móviles y sus filtros del Photoshop. Todos
se consideran o consideramos artistas, todos, curiosamente, menos los
escritores, pintores y dibujantes que siguen prefiriendo, pasmosamente, que se
les siga llamando según su oficio.
Tanta gente
tan “creativa“, tanto “adorno“ de la corte, a menudo nos acaba saturando
y gastando la vida, pues acaparan los medios de comunicación,
acaparan atenciones, visibilidad social, subvenciones, favores, etc, y son
lastimosamente ruidosos, pues la mediocridad se retroalimenta básicamente
del atrevimiento de su ignorancia, y de su propio ruido.
“Gente que te gasta la vida y no te la
ensancha“, escribía Gómez de la Serna.
Pero
afortunadamente también hay y ha habido unos pocos que siguen
repasando el universo con el dedo, y te lo muestran y te lo ensanchan. Son aquellos
que siempre se bastaron con los medios más someros para
explicarse y explicarnos el mundo. Lo llevan haciendo desde Altamira, y
responden a una necesidad genéticamente humana de entender y hacer
entender lo que somos y el lugar en el que estamos.
Hay gente que
te gasta o te reduce la vida, y hay gente que te la ensancha.
Mi hermano
Isidoro, dibujante de Cartagena, ilustrador, era de los que te ensanchaban la
vida. Para él, mirar, reconocer, descubrir, dibujar, era casi
tanto como para otros pueda ser una oración. Dibujaba con una
actitud y una paciencia casi “franciscana“, apartado del
insoportable ruido mediático y de la compulsiva búsqueda
de visibilidad social del “artisteo“ habitual
en estos tiempos.
Para la mayoría
de la gente, dibujar es una actividad más o menos creativa;
Pero dibujar, saberte dibujante, es algo más, es una forma de
ser y de estar en el mundo, y no hay lecciones para eso. No hay capítulos
dosificados ni valoración académica. A dibujar, y
sobre todo a ser dibujante, se aprende por imitación, como los monos, o
por ejemplaridad como los humanos y cómo no, se aprende
también, como yo aprendí junto
a él,
por pura proximidad y cercanía.
No, no es una
cuestión de habilidad manual. Es la mente la que mira, descubre,
capta, selecciona y valora, la que dibuja en definitiva. La habilidad manual y
técnica
se puede aprender, entrenar; pero el reconocerse como dibujantes sólo
se transmite, como llevan siglos haciendo los buenos maestros.
Para entender
mejor esto contaré una anécdota.
Teníamos que hacer un proyecto y esta vez me tocó hacer los dibujos de unas calles aún
sólo
proyectadas. Entonces no había ordenadores. Isi, me repetía
una y otra vez: “tienes que hacer que huelan a bocadillo de calamares“,
“ese
calle dibujada tiene que oler a calamares“. Era su manera de
decirme que quería calles rebosantes de vida, de pequeños
acontecimientos, capaces de regenerarse permanentemente en base a múltiples
y muy diversas relaciones, tal y como él concebía
también el urbanismo.
Pero ¿Dónde
se aprende a dibujar ese algo que va más allá de las formas? ¿Cómo
se dibuja el olor a calamares? ¿Cómo se dibuja el
aire? ¿Cómo se dibujan los pensamientos de una
mirada perdida...?
Insisto, no
hay lecciones para eso. De todos los sitios donde me formé,
sólo
junto a él pude aprender a dibujar el olor a calamares, el aire
y los pensamientos ocultos de unas miradas perdidas… Durante
toda mi vida, su opinión fue la opinión del maestro,
la primera y más importante para mi.
Plus de Maître!!.
¡Más
maestros! Esta frase estaba escrita en
la pared de La Sorbona, en mayo del 68. Él debía
tener 19 años. Desde entonces nos hemos pasado la vida reclamando
más
maestros, porque sabemos que hoy los buenos maestros son incluso más escasos que los artistas virtuosos o los sabios…como
bien dice Steiner.
En esta
sociedad del espectáculo, de las grandes superficies y de los
polígonos comerciales, que ha establecido el consumo, el
confort y la asepsia como bienes supremos ¿Quién
puede querer que el dibujo de una calle proyectada para ser vitalista,
compartida y bulliciosa huela a calamares? ¿Quién
sigue creyendo en la diversidad o el mestizaje como parte innegociable de su
sistema de valores?
Somos de una
estirpe de dibujantes que tiene sus días contados. Somos
de los de antes del ordenador, de los de antes del botón
mágico, tan marketiniano, que piensa y ejecuta por ti. El
botón maldito del “lo quiero todo, aquí y ahora“, con esa
impaciencia y esa aceleración que todo lo malogra.
Hemos sabido mirar
y ver el mundo, hemos sabido seguirlo con el dedo, redibujarlo y renombrarlo,
saber como se relaciona cada cosa con la de al lado, con la luz y con su
entorno y cada entorno con el todo. Así aprendimos
también aquello del “todo está en todo “ tan
apreciado por los místicos, por los naturalistas y los
ecologistas, y tan bien dictado por Leonardo da Vinci:
“Tutti i corpi insieme e ciascuno per sé empie al
circunstante aria d´infinite sua similitudine, le quali son
tutte per tutta e tutte ne la parte, portando con loro la qualità del corpo, colore e figura della loro
cagione". (Cod. A, f. 2v).
“Todos los cuerpos juntos y cada uno por sí llenan el aire de infinitas semejanzas
suyas, las cuales están todas en todo y todas en la parte,
llenando con ellas la cualidad del cuerpo, color y figura de su causa”.
Hemos sido
enormemente privilegiados. El oficio nos ha enseñado a distinguir más
colores, a descubrir más matices, a desentrañar
más
relaciones, y relacionar es crear. Hemos podido presenciar, desde un lugar
de privilegio, el deslumbrante desbordamiento de belleza con que se muestra la
naturaleza, y creo, que, de alguna manera, un día debimos aceptar el
trueque por permitirnos asistir a tan magnífico espectáculo,
y como dibujantes debimos asentir y asumir el pago, y como hombres lo
cumplimos.
Aunque mi
hermano Isi no me hubiera permitido comparación alguna con el gran
Hokusai, algo o mucho de la actitud y conocimiento que deja traslucir el texto
de comienzo, guió su última
media vida. Aún en su último año hacía
y regalaba dibujos de sus “compañeros“ de quimioterapia; también
dibujaba nubes y cielos.
Si al final de
tus días alguien te llama maestro, todos tus
esfuerzos, toda tu perseverancia, tus carencias, apartamientos y soledades, sin
duda, habrán merecido la pena.
Mi hermano
Isidoro González-Ádalid falleció el
pasado mes de noviembre a los 65 años.
Va por ti, maestro.
Luis G. Adalid